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La parábola del veneno / Sebastián Camilo Ramírez

La parábola del veneno / Sebastián Camilo Ramírez

 Salimos. No para afuera, sino juntos. Nunca volvimos a entrar. Yo encendí una hoz roja, como los bordes de mis tripas. “Quiero probar”, dijo. Yo le di a probar. Estaba temblando, mareado, turbado por los sucios vientos que se encerraban en la noche. Ella era de esas personas que saborean los venenos, pero traicionan al mal porque no los tragan. A mí me pasaba algo distinto; yo tenía el veneno, lo llevaba conmigo, había tomado tantos que ahora no era una persona, sino un maleficio. Le reclamé. Ella trató de pasarlo. Tosió. Reí. Tosió. Me di cuenta de que las contracciones de la risa y las de la tos se parecen en la distancia. Le dije “ven”, ella vino. Y sin embargo su sonrisa me decía que era ella quien me llevaba, no como a un perro, sino como a un niño. Buscamos un sitio. Caminamos como nómadas que fingen que buscan un hogar pero que no van para ningún lado y por eso sus huellas están en todos los caminos. Ella era un camino y yo la atravesé hasta donde tuve alientos. Soy bueno para correr, pero no para andar largo. Acabamos en una esquina. Oscuridad violeta, serpentinas metalizadas que reverberaban un poquito, retratos pintados por ciegos. Hablamos. Yo temía hablar, porque cuando uno mueve mucho la boca la máscara empieza a moverse, hasta que se cae. En un principio la queja obvia, “¿cómo es que la primavera se vuelve otoño tan pronto?” No hablamos del invierno hasta mucho después. Yo sentía el desgaste en las palabras. “¿En treinta y tres? En treinta. Listo. Con hielo, por favor”. Me daba la impresión de que podía recorrerla entera con sólo poner mi índice en su cara. Ella rompía una botella y se quedaba sólo con el pico en la mano, de esa mano yo corría cuando me la lanzaron. Era de ron. No, de guaro. Era de guaro. Cayó enfrente de nosotros,  había vidrios desparramados por el aire. Un pedazo se me quedó atorado en el pecho y nunca más pude sacarlo.  

Y entonces:

-¿Bailamos?

-Bailemos.

Había un dibujo. Pensé en Los Danzantes de Dalí, en el odioso amor de los que bailan, en la confusión de su cadera, en que el cuerpo de la mujer es siempre un laberinto y que perderse en él es una dicha, pero puede llegar a ser una desgracia. Nadie más estaba ahí. Bastaba con nosotros para que la ciudad no se sintiera desierta. Nuestras voces eran multitudinarias. Nuestras risas eran surtidoras de alegría. Yo trataba de agarrar su aliento a mordiscos, de dejarme apuñalar integro por su mirada filosa. Cuando la canción callaba me quedaba en silencio, sorprendido por la cantidad de ojos que nos contemplaban agazapados en la penumbra. Nos sentamos y empecé a palparla, pero mi mano se hundía en ella. Aterrado, descubría que ella no terminaba donde yo creía, sino que seguía, había montones de ella, se desbordaba a borbotones y yo no podía enfrascarla para sopesarla. No podía guardarla para luego, ni contenerla, ni asirla. Me habló entonces de que lo hacía por catarsis. Y yo que ni esperaba que lo hiciera. “Un día, cuando tenía once, un profesor me agarró la cara entre sus manos, me besó y me dijo que tenía que actuar, que actuara”, me contó. El génesis es casi siempre una historia amarga. Yo quise matarlo, pero ella me dijo que no se podía, que era una sombra. Ella convivía, casi como yo, con sombras y fantasmas. Por eso es que se levantó una mañana y se dio cuenta de que el miedo la había dejado. Y a mí que el miedo me habita hasta en las yemas de los dedos que golpean la mesa, hasta en la manera de orinar en ese baño que era un lavadero enchapado con un sifón en el rincón.

Volví, a veces tocaba sus piernas con mis piernas, a veces la miraba como sabía que no debía mirarla. Yo la envolvía con mis lenguas, pero bebía más que ella. De pronto la confusión se metamorfoseó en duda suspendida. ¿Cómo saber que no es todo esto una mera impresión? ¿Cómo estar seguro de que sus piernas estaban entre las mías y de que sus ojos fijos, lentos, aplomados se detenían sólo en mí? Ay, ay, ay, el riesgo mayor es la cobardía, y aun así, siempre lo preferimos. Preferimos pensar. “Pero bailemos- pensaba yo-, que la noche es vasta y si no la pisamos se va alargar, ¿y a quién le gustan las noches largas? A mí no, pero tú me las estiras con tus manos, como si fueran cadáveres de serpientes azules”. Y no bailamos hasta que sonó. “Ésta se la dediqué a él”, me dijiste y me halaste por el brazo y yo me dejé llevar porque soy un niño cuando me tocas. Tú bruja, yo niño. Tú, bruja de un solo hechizo, yo, niño de una sola risa. Tu piel estaba tibia y se calentaba. Mis manos te tomaban con demasiado respeto, porque yo le tengo demasiado respeto a todas las cosas de Dios y por eso él se enoja conmigo. Me apretaste fuerte y me dijiste que más duro, yo te agarré más duro, estábamos juntos, no como amantes, sino como animales que se necesitan para prolongarse y alargar sus ojos hasta más allá de la muerte. Te tenía, firme, contra mí, es decir a pesar mío, del ardor intangible de tenerte apretada y saber que eso era algo, pero no compañía ni posesión. Y hubiera preferido no soltarte hasta que hubiera dejado de sonar la última canción del mundo, sin embargo, te solté porque la música se quebró. Otra vez a las sillas duras, a las palabras desordenadas y ponzoñosas, como jeringuitas usadas desperdigadas por el suelo. Otra vez a la distancia. Éramos como hampones de la misma calaña, que se miran con recelo, pero que imaginan cómo sería cometer atrocidades juntos. Me di cuenta de que ya había tomado demasiado, y de nuevo la Parábola del veneno. Tú estabas ahí, moviendo el cabello, pensando en otros hombres, mientras que yo, infecto, ebrio del veneno de ti (que no era tuyo, sino mío, porque lo llevo conmigo y me hervía en la sangre cuando estaba contigo), te observaba con deseo y desdén, descubriendo que ambas son cosas que se pueden experimentar a la vez. Que uno puede anhelar algo que odia y detestar algo que necesita. Trataba de encontrar tus ángulos y tus orillas y tú más te ensanchabas, yo me perdía y me ahogaba en ti. Tomaba aire, cada vez menos. Bailamos lo último, le exprimimos las gotas finales a la noche y la noche quedó reseca y tú saltabas enfrente de mí con los cabellos castaños empapados en un sudor feliz y me daba la impresión de que me cuidabas con la mirada.

Se acabó la fiesta, ¿cuál fiesta? Aquí no hubo ninguna fiesta. ¿Estás borracho? Borracha estás tú que tienes esos ojos que parpadean sin soñar. Calma. Nadie encontró nada aquí. Vayan a sus casas a urdir los vómitos de mañana por la mañana. Y yo no sé para dónde es mi casa. Bueno, sí sé, ya me acordé, ¿vamos? Me miraste. Desconfiabas de mí. Y yo te miré y vi que también traías suerte en las pupilas, que el daño no podía tocarnos y que no importaba que yo fuera un maleficio, porque tú eras la gracia cuando coge carne.

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